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¿DIGNOS?

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Escrito por (Eduardo Infante. Ética en la calle. Editorial Ariel. Barcelona. 2025)

Para algunos filósofos no es descabellado asignar dignidad a los animales. De entrada. Habría que advertir de que la dignidad es un concepto ético problemático: ni su significado ni su fundamentación son compartidos por todos. Esta ambigüedad provoca que la dignidad sea usada para defender posiciones morales contrarias. Por ejemplo, los que están en contra de la eutanasia consideran que atenta contra la dignidad de la vida humana, mientras que en el bando contrario se encuentran los que defienden una muerte digna. ¿En qué quedamos? Un concepto que sirve para sostener tesis opuestas parece que sirve para poco.

Debemos preguntarnos si realmente existe tal abismo moral entre los seres humanos y los animales. Peter Singer considera que la oposición animal- humano es una falsa dicotomía, ya que el humano es un animal. En la misma línea, el filósofo galés Alasdair MacIntyre recuerda que, desde sus primeros usos, la palabra animal se ha utilizado para denominar a una clase compuesta por arañas, abejas chimpancés, delfines y demás bichos, de la que, por supuesto, no formarían parte los humanos. Esta acepción ha creado en nuestra cultura un modo de pensar que tiende a exagerar las diferencias del humano con las otras especies y que olvida por completo lo que Charles Darwin nos mostró. Ya va siendo hora de que llamemos al ser humano por su verdadero nombre: animal. La creencia en una naturaleza humana distinta y superior es un prejuicio religioso imposible de justificar racionalmente. ¿Es cierta la idea de que solo nuestra especie dispone de racionalidad, palabra, autoconciencia, libre albedrío, empatía o moralidad?

La etología es una ciencia nueva que está emparentada con la biología y la psicología. El término proviene de la palabra griega ethos, que también es la raíz de la palabra ética, y significa “comportamiento”. Podemos definirla como el estudio del comportamiento de las especies animales, todas, incluido el hombre, en su medio natural. Los etólogos han puesto al descubierto que algunos animales, como los simios o los delfines, poseen, en cierto grado, las capacidades que creíamos exclusivas del ser humano. Con lo cual, parece injustificado, atribuirnos un estatus moral superior. Gorilas, chimpancés y bonobos son capaces de razonar y comunicarse con los humanos. Koko fue una gorila que alcanzó fama mundial. Fue portada de la revista National Geographic en dos ocasiones. Una de ellas fue un selfi que la gorila se hizo frente a un espejo. La etóloga Francine Patterson le enseño el lenguaje de signos. Koko llegó a tener un vocabulario de más de 1.000 signos y la capacidad para entender 2.000 palabras del inglés hablado. Al comprender y usar aspectos de nuestro lenguaje, Koko demostró que todos los grandes simios son capaces de razonar sobre su mundo y amar y sufrir por otros seres. La investigación y el trabajo con Koko revelaron que los grandes simios tienen habilidades lingüísticas similares a las de los niños pequeños, que razonan y que poseen emociones similares a las humanas. Koko mostró, por ejemplo, sentido del humor. El etólogo estadounidense Allen Gardner adoptó a una chimpancé, le dio el nombre de Washoe y la crio en su casa como si se tratase de su propia hija. Le enseñó la lengua de signos del inglés estadounidense. Al cabo de dos años, los investigadores se dieron cuenta de que Washoe podía adquirir signos sin un entrenamiento específico, simplemente por observación. Aprendió unos 350 signos, creó nuevas palabras o expresiones (como cuando vio un cisne y con signos dijo “pájaro agua” o cuando pronunció “abrir flor” para pedir que la dejasen entrar en un jardín) e incluso llegó a enseñar algunos signos a otros chimpancés, sin intervención humana. Otro caso interesante fue el de Kanzi, un bonobo que formulaba preguntas y respuestas y usaba símbolos para referirse a objetos ausentes.

El comportamiento de los delfines ha sido objeto de numerosos estudios. La proporción de su masa cerebral con respecto a la corporal es muy similar a la nuestra. Son animales que, como nosotros, habitan en estructuras sociales complejas. Crean vínculos, cooperan entre sí, se organizan para cazar, muestran sentimientos y reconocen a cada individuo. Pero el dato más relevante es, sin duda, su capacidad comunicativa y su conducta racional. Hoy nadie pone en duda que poseen un sistema de comunicación sofisticado que podría ser muy semejante al nuestro. Los delfines utilizan unos silbidos distintivos, denominados “firmas acústicas”, para identificarse entre sí y llamarse por su nombre. Parece ser que cada individuo inventa un nombre exclusivo para sí mismo cuando aún es una cría y que los utiliza de por vida. Los delfines se saludan en el mar intercambiando este tipo de silbidos y parece que recuerdan la firma acústica de sus congéneres durante décadas. El etólogo Louis M. Herman desarrolló un lenguaje acústico con el que pudo comunicarse con un grupo de delfines que han demostrado ser capaces de comprender frases complejas, responder a ellas, identificar objetos y acciones y entender la sintaxis (reconocen cuando una frase no cumple una norma sintáctica). A pesar de lo que creía Kant, estamos ante otra especie con racionalidad. Tomás de Aquino definió el animal racional como aquel que posee una razón para el obrar, siendo dicha razón el bien y el fin hacia el que orienta su acción. El ser humano dispone de una facultad para reconocer los bienes que le son propios y orientar hacia ellos su acción, pero el delfín también. A este simpático animal marino se le pueden atribuir razones para hacer una gran parte de lo que hace. Prejuicios aparte, si somos honestos, debemos concluir que, si se le pueden atribuir razones, entonces es un animal racional. El hecho, afirma MacIntyre, de que especies de animales inteligentes no humanos, como los delfines, no puedan expresar en lenguaje humano sus razones no es impedimento para que se atribuyan razones a su acción.

Las investigaciones de los etólogos nos obligan a concluir que lo más que se puede decir es que el ser humano posee estas capacidades en mayor grado y que, por tanto, su dignidad sería también una cuestión de grado. El supuesto escalón insalvable que separa al animal del humano se nos desvela ahora como una difusa escala de grises. Nick Bostrom es de los filósofos que consideran que Kant y Habermas se equivocan al considerar la dignidad como una cualidad absoluta que no admite niveles, como sí ocurre con el embarazo o con la muerte. Una está o no está embarazada, está viva o muerta, pero no se puede estar ni más o menos embarazada ni más o menos muerta (a no ser que uno sea el gato de uno de los padres de la mecánica cuántica). En cambio, con la racionalidad o la comunicación no ocurre lo mismo. Por tanto, debemos concluir que existe cierto grado de dignidad entre los animales.

Dadas las características mentales de algunos animales debería contemplarse la posibilidad de considerarlos personas no humanas y reconocerles ciertos derechos, como, por ejemplo, el derecho a la vida. Esta idea es la que puso en marcha el Proyecto Gran Simio, un grupo de filósofos y científicos que, bajo el lema “La igualdad más allá de la humanidad”, han escrito la Declaración de los Grandes Simios, con la que intentan ampliar la “comunidad moral” al grupo zoológico de los grandes simios (chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes) como paso intermedio en la búsqueda de la reconciliación total del ser humano con sus hermanos animales. El objetivo principal del Proyecto Gran Simio consiste en conseguir una declaración de la Organización de las Naciones Unidas por la que se reconozcan tres derechos fundamentales a los grandes simios: el derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturados. Su declaración se abre con las siguientes palabras:

“Exigimos que la comunidad de los iguales se haga extensiva a todos los grandes simios: los seres humanos, los chimpancés, los gorilas y los orangutanes […] Hoy solo se consideran miembros de la comunidad de los iguales a los de la especie Homo sapiens[…] El chimpancé (incluyendo en este término tanto a la especie Pan troglodytes como al chimpancé pigmeo, Pan paniscus), el gorila (Gorilla gorilla) y el orangután (Pongo pygmaeus) son los parientes más cercanos de nuestra especie. Poseen unas facultades mentales y una vida emotiva suficientes como para justificar su inclusión en la comunidad de los iguales”.

Algunos intentan refutar la tesis de que los animales son sujeto de derechos con el argumento de que para poder serlo se debe, igualmente, poder capaz de asumir deberes. Pero si esto fuese así, deberíamos excluir de la comunidad moral a todos aquellos seres humanos que no son capaces de obligaciones, empezando por el bebé de tu vecino, siguiendo por aquellos que padecen una discapacidad mental grave y terminando por los que están en un coma profundo. Y si la idea de tratar como inferiores a las personas con una menor discapacidad intelectual nos repugna moralmente, por el mismo principio no deberíamos tratar como cosas a los animales ni hacer caso omiso a sus intereses basándonos en que no son de nuestra especie o en que son menos inteligentes.

Para Peter Singer los animales son nuestros semejantes y arrebatarles su dignidad por el mero hecho de no pertenecer a nuestra especie es un prejuicio que está tan injustificado como el racismo. Si el hecho de que algunas personas no sean miembros de nuestra raza no nos da derecho a tratarlas como cosas, del hecho de que los demás animales no formen parte de nuestra especie no se puede inferir lo contrario. Peter Singer acuñó el concepto de especismo para referirse al prejuicio a favor de los intereses de la propia especie, en detrimento de las demás, basándose en la creencia errónea de que algunas especies son superiores a otras. El equívoco de esta actitud sesgada se encuentra en que la dignidad y el derecho a formar parte de la comunidad moral no lo da ni la capacidad para razonar (Kant), ni la capacidad para dialogar (Habermas), sino la capacidad de sufrir y, en esto, tenemos que admitir que perro y bebé están igualados. El propio Jeremy Bentham, padre del utilitarismo del que mama Peter Singer, escribió en el siglo XIX, una época en la que los ingleses trataban a las personas africanas como nosotros tratamos hoy a los animales […]:

“Es probable que llegue el día en que el resto de la creación animal adquiera aquellos derechos que nunca, si no fuera por las manos de la tiranía, podrían haberles sido negados. Los franceses ya han descubierto que el color negro de la piel no es una razón por la que un ser humano debe verse abandonado sin remisión al capricho de un torturador. Llegará el día en que se reconozca que el número de piernas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum sean razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino: ¿qué más ha de ser lo que trace la línea insuperable? ¿Es la facultad de razonar quizá la facultad del discurso? Sin embargo, un caballo o un perro adulto es, más allá de toda comparación, un animal más racional y más comunicativo que un niño de un día, o de una semana, o incluso de un mes. Pero incluso suponiendo que fuera de otra forma, ¿qué importaría? La cuestión no es: ¿pueden razonar? Ni tampoco: ¿pueden hablar? Sino ¿pueden sentir el sufrimiento?”

Una piedra no tiene capacidad de sentir el sufrimiento y por ello podemos usarla como nos plazca. Nada de lo que le hagamos a la piedra puede alterar un ápice su bienestar. Pero si un ser, pertenezca o no a la humanidad, tiene capacidad de sufrir, no existe justificación racional alguna para no tener en cuenta su sufrimiento. El límite real de la dignidad es la capacidad de sentir; no atribuírsela a un animal por no pertenece a nuestra especie es una discriminación absurda e inmoral. El racista no reconoce que el sufrimiento de las otras razas tenga el mismo valor que el de la suya; el especista, haciendo uso de la misma lógica falaz, no reconoce que el sufrimiento de otras especies posea la misma dignidad que el de la suya[…]

La gravedad de un dolor solo depende de su intensidad y duración, no de la especie que lo sufre. No hay un solo argumento convincentes que pueda defender que la vida es más valiosa dependiendo de la especie a la que pertenece; porque dicha tesis, en el fondo, está fundamentada en la creencia religiosa de que la vida humana es sagrada y que los animales existen para cubrir nuestras necesidades e intereses. Pero libros escritos por hombres que escuchaban voces divinas aparte, no hay razones para seguir pensando así.

Peter Singer, y todos los que cuestionan el especismo, no se cansa de repetir que su propuesta ética no trata de disminuir el estatus moral del humano, sino de elevar el de los animales. […] La ética nos exige imparcialidad, ya que a nadie (en su sano juicio) le gustaría vivir en un mundo donde los demás lo tratasen con la arbitrariedad de los sentimientos, donde la gente, en lugar de preguntarse qué es lo correcto, se preguntara qué es lo que esta persona me hace sentir. Imaginemos que un bombero, para decidir si debe salvarnos la vida jugándose la suya, se preguntara por cuál de las dos vidas, la suya o la nuestra, siente más aprecio. En ética, los sentimientos son como los gases de nuestro intestino: aunque todos tenemos, no los exponemos en público, sino que los guardamos para el entorno privado, o no…

(Eduardo Infante. Ética en la calle. Editorial Ariel. Barcelona. 2025)

UN PERRO VERDE

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Escrito por (Eduardo Infante. Ética en la calle. Editorial Ariel. Barcelona. 2025)

“Ser más raro que un perro verde” es una expresión española usada para indicar que, o bien alguien se comporta de modo inhabitual, o bien es extraordinario, poco común, infrecuente, escaso en su clase o especie, extravagante y propenso a singularizarse. Adviértase que ya la misma palabra raro es rara en nuestro idioma: son pocos los términos con dos sílabas que contienen la consonante erre dos veces. Si tuviésemos que traducir esta expresión tan castiza al inglés, lo más cercano es el término queer.

Judith Butler usó la palabra queer para crear una nueva identidad en la que pudieran integrarse todas aquellas individualidades que no encajan en las categorías tradicionales de género y sexo. Este concepto creado por Butler aspira a cuestionar la visión clásica de la naturaleza humana para representar todas aquellas diversidades que, hasta ahora, han sido negadas. Para Butler no existe una esencia fija del ser humano definida biológicamente. Muy al contrario, todos y cada uno de nosotros somos seres en continua construcción. Lo queer es un nuevo universo en el que incluir a quienes han sido excluidos por no ser normales. Si nuestra idea de la condición humana genera sufrimiento y exclusión a una parte de la humanidad, es de justicia que la reformulemos.

En nuestra cultura, no todos los cuerpos reciben la misma valoración: unos son inteligibles (comprendidos con nitidez y aceptados sin dificultad) y otros parecen no tener sentido, no encajar en nuestros esquemas. Seguro que recuerdas a alguien proferir ante una persona nacida sin pene que se siente hombre un “pues yo es que no lo entiendo” o soltar una broma (que para el caso es lo mismo). En Tarde de perros, una película que dirigió Sidney Lumet en 1975, cuando Leon confiesa que intentó suicidarse para poner fin al sufrimiento de sentirse una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre, uno de los policías que lo escucha se ríe en su cara. El cuerpo de Leon es ininteligible para el agente y su risa lo censura como queer. En inglés, la palabra queer se opone a straight (“correcto, “serio”, “derecho”, “convencional”, “conforme a la ley”, pero también, curiosamente, “heterosexual”). En lo queer, por tanto, se incluyen todos los cuerpos que nuestra cultura ha estigmatizado como anómalos, desviados o enfermos: lesbianas, gais, transexuales, transgéneros, bisexuales y un largo e inagotable etcétera tan diverso como la propia condición humana.

El término queer era originariamente despectivo y se usaba para marcar los límites de la legitimidad sexual. Conforme uno se alejaba de lo normal, entraba en los oscuros y peligrosos suburbios de lo queer. El concepto tenía por entonces una función normalizadora. La normalización es un proceso de construcción social por el cual ciertas conductas llegan entenderse como “lo natural” y se dan tan por sentadas que, si alguien las cuestiona, es tratado de loco. Tras ser instalada la norma social en la mente de los sujetos, son los propios individuos quienes sancionan, censuran y desvalorizan a todo cuerpo que se desvía de la conducta normalizada. Así, una vez institucionalizada la heterosexualidad y el binarismo, la sociedad necesitó crear el término queer para nombrar los cuerpos que violaban la norma y, a la vez, la confirmaban. En otras palabras, necesitamos señalar, nombrar y hablar del extraño para sentirnos normales.

Lo queer comenzó siendo un campo de refugiados al que eran expulsados los cuerpos que transgredían la norma. Si uno nacía mal, fuera del patrón binario y heterosexual, o se convertía como Dios manda, o se le enviaba a los gélidos campos de lo queer. Todavía persisten las llamadas “terapias” de conversión que comparten la creencia de que la identidad de género y la orientación sexual de una persona pueden y deben corregirse a cisgénero y heterosexual. La mayoría de las personas a quienes se les asigna el sexo “femenino” al nacer se sienten mujeres. Así como la mayoría de las personas a quienes se les asigna el sexo “masculino” se sienten hombres. Pero algunas personas tienen una identidad de género que no condice con el sexo que la sociedad le asignó. Por ejemplo, nacieron con vulva, vagina y útero, pero se sienten e identifican como hombres. Estas personas son las llamadas “transgénero”, mientras que las otras, la mayoría, son cisgénero. El fenómeno trans ha sido señalado como una enfermedad que debe ser curada o como un error de la naturaleza que ha de ser corregido.

La propuesta de Butler es la de resignificar lo queer y otorgarle reconocimiento social. De lo que se trataría es de transformar un estigma social en un lugar de resistencia y lucha política. Así, en los años noventa, las personas encasilladas en lo queer se apropiaron del término y lo usaron para nombrar la alianza de lo diverso que, por primera vez, se levantaba y ejercía una oposición a la actividad normalizadora. La historia de lo queer es muy similar a la del sufragismo. El término sufragista nació como un insulto que se empleaba de igual manera que hoy se usa feminazi. Los medios de comunicación idearon campañas para ridiculizar a las mujeres que luchaban por el derecho femenino al voto y acuñaron para ello la voz despectiva suffragette. El sufijo -ette añadía a la palabra sufragista los significados de “diminutivo”, “connotación condescendiente y trivial”, “imitación imperfecta e inauténtica”. Para la prensa reaccionaria, las suffragettes eran la copia imperfecta de las verdaderas mujeres: las que no descuidan sus hogares y no se involucran en actividades militantes y violentas. A pesar de la carga negativa del concepto, las sufragistas se apropiaron de la palabra suffragete,  y la resignificaron. Así, lo que era una marca de estigmatización se convirtió en una insignia identitaria desde la que luchar contra la discriminación.

Butler nos anima a hacer algo muy parecido a lo que hicieron las sufragistas: usar las armas del enemigo. Si el término queer contiene un poder normalizador, dotémoslo de un nuevo significado para normalizar la inclusión en lugar de la exclusión. La queer es una identidad siempre abierta a nuevos significados. A lo queer pertenecen todes aquelles que se afilian a la alianza forjada por los excluides para luchar por la justicia. La queer es la identidad para los que no tienen identidad. No surge de la esencia natural de un yo, sino de la actividad de un nosotros; no nace de la intimidad, sino del “entre” de una relación que nos une al mismo tiempo que respeta nuestras diferencias. La revolución queer tuvo lugar cuando los raros se negaron a marcharse a las periferias y convirtieron las plazas públicas en lugares donde celebrar la diversidad, convivir y actuar.

La bióloga Brigitte Baptiste se unió a esta alianza e hizo uso de la ciencia para refutar el argumento de quienes niegan la existencia de las personas trans y que afirman que la teoría queer es pura ideología sin fundamento biológico. La doctora Baptiste utiliza la noción de biodiversidad para rebatir estas posiciones reaccionarias. La naturaleza produce diferencias constantemente favoreciendo la aparición de lo insólito, lo anómalo, lo singular. La naturaleza está permanentemente experimentando nuevas formas de vida, mezclando genes y produciendo nuevos modelos. Sin esa habilidad, la vida se habría extinguido. Si observamos la naturaleza sin nuestras reducidas y fijas categorías occidentales, contemplaremos el maravilloso espectáculo de lo heterogéneo: seres únicos y manifestaciones extraordinarias. La diversidad nos pasa desapercibida porque hace mucho que nuestra civilización perdió el vínculo con una naturaleza fluida, cambiante y en permanente interrelación. Nada es más queer que la naturaleza.

(Eduardo Infante. Ética en la calle. Editorial Ariel. Barcelona. 2025)

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